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El experimento de Pavlov en la era digital o cómo el doomscrolling condiciona nuestras mentes

A vueltas con el perro de Paulov

En el contexto de la interacción humana con las redes sociales, se observa un fenómeno comparable al experimento clásico de condicionamiento de Pavlov. En dicho experimento, el fisiólogo ruso Iván Pavlov demostró cómo los perros, al ser expuestos repetidamente al sonido de una campana antes de recibir comida, comenzaban a salivar al oírla, anticipando la llegada del alimento. De manera análoga, los usuarios de plataformas como TikTok, Instagram y Facebook experimentan respuestas automáticas ante ciertos estímulos digitales, como notificaciones, «me gusta» o actualizaciones. Estos estímulos, cuidadosamente diseñados, desencadenan en el cerebro humano una reacción predecible y casi reflejo, similar a la respuesta salivar de los perros en el experimento de Pavlov.

Este fenómeno no es producto del azar, sino el resultado de un desarrollo meticuloso en estudios avanzados sobre técnicas de persuasión y condicionamiento. Los ingenieros y diseñadores detrás de estas plataformas han logrado identificar y manipular los circuitos cerebrales responsables de la liberación de dopamina, un neurotransmisor asociado con las sensaciones de placer y recompensa. Cada interacción con las aplicaciones sociales actúa como un refuerzo positivo, que fomenta la repetición del comportamiento y genera un ciclo de dependencia.

Así como Pavlov condicionó a sus perros para que respondieran automáticamente a un estímulo previamente neutral, las redes sociales han establecido un sistema en el que los usuarios son condicionados para interactuar repetidamente con sus contenidos. Este sistema, basado en la psicología del comportamiento, ha sido diseñado para mantener a los usuarios comprometidos, explotando la tendencia del cerebro humano a buscar gratificación instantánea. De este modo, las plataformas digitales han logrado capturar y mantener la atención de los usuarios, creando un ciclo perpetuo de interacción y retroalimentación, comparable al mecanismo de condicionamiento clásico descrito por Pavlov.

Maldito doomscrolling

El síndrome del scroll hacia abajo, aquello que con malicia ha sido apodado como doomscrolling, es algo familiar para cualquiera con una vida activa en las redes sociales: así es como se denomina al pozo de horas por el que es sencillo descender inadvertidamente al explorar los mundos de TikTok, Instagram, Facebook o redes similares. Un recorrido infinito, porque internet no tiene tope, propulsado por un dedo que arrastra la pantalla hacia abajo. Lo interesante es que los usuarios asumen esa inversión de tiempo navegando entre las stories, los reels y los shorts, como una decisión propia, pero eso no es realmente cierto. Porque detrás de cada red social existe un mecanismo, minuciosamente estudiado y afinado a través de los años, que es el verdadero culpable de convertir la experiencia en un enorme, y muy efectivo, anzuelo para nuestra atención.

En la Universidad de Stanford, una de las asignaturas más llamativas se ampara bajo la denominación Persuasive technology lab. En ella se estudia la psicología de la persuasión y sus entresijos, mediante un temario que analiza elementos como el trabajo de Edward Bernays, las técnicas de marketing como arma de seducción, el modo en el que los casinos construyen el entorno para guiar al visitante hacia las tragaperras, o la efectividad del clicker training, una técnica de adiestramiento para perros que se sustenta en acompañar los logros y avances con un chasquido capaz de estimular el cerebro. Teniendo en cuenta estas premisas, no resulta demasiado sorprendente entender por qué entre los alumnos asistentes a dicha materia militaron algunos especialistas en diseño ético de Google, o los futuros fundadores de Facebook.

El mayor logro de las redes sociales ha sido su insólita capacidad para modificar las reglas. En su momento, medios como la radio o la televisión provocaron terremotos en las normas habituales de consumo. Pero los mundos digitales han logrado ir mucho más allá al infiltrarse y remodelar algo mucho más serio: la psicología social colectiva. La televisión supuso una verdadera revolución, pero no reinventó la realidad social. En cambio, los smartphones y las aplicaciones como Facebook, Snapchat, TikTok o Instagram han alterado por completo nuestro comportamiento al convertir a nuestros propios amigos, familiares y conocidos en el núcleo de la experiencia. El público accede a las redes para conocer más de los miembros de su círculo, para ampliarlo descubriendo a personas afines y para sentirse validado ante los amigos o los desconocidos. La efectividad de estas aplicaciones es rotunda, porque incluso cuando sus usuarios no están mirando la pantalla, muchas de las cosas en las que están pensando vendrán dictadas en gran medida por aquello que han visto unos minutos antes al deslizarse por el tobogán del doomscrolling.

Persuasión y FOMO

Y gran parte de la culpa de todo esto la tienen aquellos ingenieros que habían investigado los terrenos de la psicología de la persuasión. Porque el pilar sobre el que se erigen todas las redes sociales es su efectividad a la hora de detonar en el cerebro de sus usuarios la segregación de dopamina. Ese neurotransmisor al que están asociadas las sensaciones de placer en la sesera, el culpable directo de avivar sentimientos como la motivación y el buen humor. Algo que aquellos que trabajan tras las bambalinas de cualquier aplicación social tienen muy en cuenta al tejer el funcionamiento de las mismas. Para ello, se emplean trucos que pasan por estudiar la agenda y el horario habitual de cada individuo con el fin de arrojar sobre él de golpe una remesa de likes de su entorno más cercano y en el momento adecuado, cuando la persona es más sensible y está más atenta a las interacciones. Al mismo tiempo, los algoritmos internos, aquellas fórmulas secretas que todo el mundo intenta descifrar, trabajan elaborando métricas y podando el material más anodino. Coleccionando datos con los que se confecciona a medida el contenido que asomará en las pestañas de recomendaciones, con el objetivo de alimentar el FOMO (del inglés Fear Of Missing Out, o el «temor a perderse algo») y proporcionar la impresión de que cerrar la app supondrá no estar al tanto de aquello que está de moda.

El FOMO (Fear of Missing Out) está directamente relacionado con el condicionamiento operante, un principio fundamental en la psicología del comportamiento. En el condicionamiento operante, los comportamientos se refuerzan mediante la aplicación de recompensas o la eliminación de estímulos negativos, lo que incrementa la probabilidad de que esos comportamientos se repitan. En el caso del FOMO, este miedo a perderse algo importante en las redes sociales actúa como un refuerzo negativo. La ansiedad o el malestar que provoca la posibilidad de quedar fuera de algo relevante lleva a los usuarios a revisar constantemente sus plataformas sociales. Al hacerlo, buscan aliviar esa sensación incómoda, lo que refuerza el comportamiento de conexión frecuente.

Cada vez que los usuarios acceden a sus redes sociales y encuentran nuevas actualizaciones, interacciones o información que consideran valiosa, experimentan un alivio temporal del FOMO, lo que actúa como un refuerzo positivo en el ciclo de condicionamiento operante. Este refuerzo positivo no solo reduce la ansiedad, sino que también motiva al usuario a repetir el comportamiento de revisar sus dispositivos en busca de nuevas recompensas. Así, el FOMO no solo desencadena la conducta de revisión constante, sino que también se convierte en un mecanismo clave que mantiene y refuerza la interacción continua con las plataformas digitales. Este ciclo perpetúa el uso constante de las redes sociales, creando un patrón de comportamiento condicionado que es explotado de manera efectiva por el diseño de estas aplicaciones. De este modo, el FOMO y el condicionamiento operante trabajan en conjunto para fomentar la dependencia de las redes sociales, manteniendo a los usuarios atrapados en un ciclo interminable de interacción y recompensa.

The power of TikTok

La creación de una comunidad es otra de las metas esenciales, la más importante probablemente, para los ideólogos de cualquier red social. Los algoritmos se centran en espolear hashtags para provocar reacciones en cadena, reafirmando la sensación en los moradores de esos mundos paralelos de que forman parte de las tendencias más significativas e influyentes. Algo que, en realidad, es completamente cierto. TikTok ha sido el entorno que mejor ha sabido jugar con las implicaciones de una comuna dedicada. Porque su política interna ha decidido potenciar, con mucho éxito, el concepto de challenge, los famosos retos virales, hasta convertirlo en una obsesión divertida, y de alcance mundial, capaz de traspasar el mundo virtual para convertirse en noticia destacada en los telediarios. Es una tendencia que no solo ha dejado de resultar marciana, sino que ha sido abrazada incluso por las personalidades más famosas.

Otra de las jugadas más brillantes de TikTok fue apostar por la novedad como elemento principal de la propuesta. El nacimiento original de la plataforma se tradujo en un éxito descomunal de manera repentina, atrayendo a un nuevo tipo de influencer más natural e informal, cuyo estilo se alejaba de aquellas personalidades que dominaban los mundos de YouTube o Instagram. Los responsables de la plataforma observaron que la frescura del contenido había sido la principal culpable del impulso inicial de la marca, tomaron nota de ello y decidieron hacer de la inventiva y la originalidad el carácter distintivo de su producto. Una estrategia, ejecutada de forma velada, que escondía bajo la presunta aleatoriedad un trabajo meticuloso: el algoritmo de Tik tok se ajustó para otorgar prioridad a los vídeos con mayor número de likes e interacciones, en lugar de tener en cuenta la cantidad de seguidores que acumulasen sus creadores, como ocurría en otros entornos virtuales. Y aquello propició que usuarios con un número no muy elevado de followers, pero con un contenido nuevo y llamativo, pudieran volverse fenómenos virales. Gracias a ello, se afianzó la sensación de que en ese ecosistema lo habitual era el material original y creativo. Una perspectiva que estaba directamente relacionada con el cerebro: esa emoción que experimenta una persona al abrir la app, sabiendo de antemano que encontrará algo que le resultará sorprendente, supone un hermoso nuevo chute de dopamina del cerebro, base fisiológica del condicionamiento operante.

El otro gran acierto de TikTok fue una treta sonora emparentada directamente con el clicker training, algo tremendamente sencillo y eficaz: el sonido que remataba el final de cada vídeo compartido. Una huella distintiva que fue concebida, junto a otros elementos melódicos, por la empresa MassiveMusic tras un análisis muy exhaustivo del espíritu del producto. El resultado fue un logotipo sonoro fijo compuesto por un golpe de subgrave 808, un impacto vibrante que evocaba a la música pop al constituir ésta un componente esencial de la plataforma, seguido de un acorde de Mi mayor en séptima que se presentaba de manera intencionada sin resolver, como una melodía inconclusa. Y esto último es un detalle importantísimo, porque aquella última nota quedaba colgada en el aire a modo de armonía incompleta con un objetivo específico, el de convertirse en un interrogante. El soniquete de TikTok es mucho más que una identidad sonora, es una señal discreta que al presentarse inacabada evoca en la cabeza del oyente una pregunta muy específica: «¿Y qué viene ahora?». Una duda que lo arrastra irremediablemente a bucear en la plataforma. O uno de los anzuelos más perfectos jamás ideados para atrapar al público.

¿Qué nos espera en el futuro?

En los últimos años, se han implementado diversas iniciativas legales a nivel mundial para mitigar los efectos nocivos del doomscrolling y el uso excesivo de las redes sociales. Estas medidas están diseñadas para proteger la salud mental y el bienestar de los usuarios, especialmente de los jóvenes, a través de la regulación del diseño de las plataformas y la introducción de mecanismos de control y transparencia. Algunos países están explorando leyes que obliguen a las plataformas a modificar sus algoritmos para reducir la adicción, como limitar la reproducción automática de videos o controlar las notificaciones continuas. En la Unión Europea, la Ley de Servicios Digitales (Digital Services Act) busca imponer mayores responsabilidades a las plataformas, promoviendo un entorno en línea más seguro y saludable.

Además, se están considerando medidas que obliguen a las compañías de redes sociales a ser más transparentes sobre el funcionamiento de sus algoritmos, en particular en la forma en que priorizan y presentan el contenido a los usuarios. Esta transparencia permitiría a los reguladores y al público comprender mejor cómo las plataformas fomentan el doomscrolling, facilitando la creación de estrategias más efectivas para contrarrestar sus efectos negativos. Asimismo, algunos gobiernos están evaluando la implementación de límites en el tiempo de uso de las aplicaciones, especialmente para menores de edad, mediante restricciones automáticas o herramientas de control parental, en un esfuerzo por garantizar un uso más saludable y ético de las plataformas digitales.