En estos tiempos de grandes avances tecnológicos en la sociedad líquida en la que vivimos el asentamiento del tecnofeudalismo parece inevitable, consolidándose como una forma de dominación invisible que transforma la libertad en un espejismo y redefine nuestras relaciones bajo la lógica del control y la extracción de datos. Esta forma de poder que se ejerce gracias a la revolución de los datos no solo reorganiza la economía digital si no que transforma profundamente la subjetividad humana. Bajo el dominio de los grandes monopolios tecnológicos, el individuo ya no es un sujeto autónomo, sino un recurso explotado, una fuente inagotable de datos. Las plataformas como Google, Amazon y Facebook no solo poseen infraestructuras digitales, sino que controlan las condiciones mismas de nuestra existencia online. El usuario no produce ni crea libremente; participa en un sistema que lo subordina y lo define como un siervo que trabaja para su propio sometimiento. El algoritmo, invisible y omnipresente, se convierte en un amo silencioso, determinando qué es relevante, qué tiene valor y qué puede ser visto.
La lógica del tecnofeudalismo pervierte incluso el concepto de comunidad. Lo que antaño era un espacio para la interacción y la construcción colectiva, hoy es una prisión invisible donde la interacción está predeterminada por cálculos que maximizan la rentabilidad. Este sistema no se basa en la coacción física, sino en una vigilancia constante que reconfigura los deseos y pensamientos del individuo.
La aparente libertad de las plataformas digitales no es más que una ilusión cuidadosamente diseñada para ocultar la explotación inherente a su estructura. Byung-Chul Han lo describe como un nuevo régimen de dominación, uno en el que el usuario no se rebela porque no percibe su servidumbre. El poder ya no actúa desde arriba, sino desde dentro, colonizando la psique humana.
En este contexto, el éxodo reciente de usuarios desde X (antiguamente Twitter) hacia plataformas como Bluesky representa una reacción contra el control autoritario disfrazado de innovación. Elon Musk, con su modelo de gestión, encarna al señor feudal contemporáneo, que manipula las reglas del juego a su
conveniencia, imponiendo una lógica de mercado que reduce la interacción social a un cálculo de ganancias y pérdidas. Bluesky, en contraste, intenta restaurar un espacio más auténtico, donde la interacción no esté completamente subordinada al beneficio corporativo. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿es posible escapar realmente del tecnofeudalismo, o simplemente transitamos entre diferentes formas de dominio?
La migración hacia Bluesky no es un acto de revolución, sino de desesperación. Los usuarios buscan una promesa de mayor autonomía, pero el problema radica en el sistema mismo. Mientras las estructuras digitales permanezcan ancladas a la lógica extractiva de los datos, cualquier plataforma está destinada a replicar, en mayor o menor medida, las mismas dinámicas de poder. La resistencia al tecnofeudalismo
no puede limitarse al cambio de plataforma; requiere un replanteamiento radical de nuestra relación con la tecnología, una redefinición del espacio digital como lugar de libertad genuina y no de explotación invisible. Solo entonces podremos imaginar un futuro que no esté gobernado por los nuevos señores del algoritmo.



