En el libro Inmortalidad digital, la filósofa Raquel Ferrández lanza una advertencia elegante y demoledora: no estamos viviendo una época de transición tecnológica, sino una mutación ontológica. No es solo que lo digital haya colonizado nuestras relaciones, nuestra memoria o nuestros duelos; es que hemos entrado en una lógica en la que la vinculación total se ha convertido en destino. Lo llama «omnivinculación»: una interconexión sin fisuras, sin posibilidad de escape, donde cada gesto, dato, emoción o recuerdo queda absorbido por un ecosistema que ya no es una red, sino una colmena. Una colmena sin zánganos, pero con Reina: los algoritmos.
Esta Reina no tiene trono, sino servidores. No da órdenes, pero optimiza la conducta. No castiga, sino que recomienda. No prohíbe, simplemente te muestra lo que ya ibas a desear. Las grandes plataformas tecnológicas —Google, Meta, Amazon— han asumido esa función sin declarar, convirtiéndose en arquitecturas invisibles que modelan lo que vemos, lo que sentimos, lo que creemos. Todo está conectado, pero nada es del todo libre. La autonomía individual se erosiona no con represión, sino con eficiencia. ¿Para qué elegir si el sistema ya sabe lo que quieres?
Esto encuentra un reflejo casi literal en series como Upload, donde la conciencia puede seguir “viviendo” después de la muerte en un paraíso digital con tarifas, cláusulas de uso y publicidad incrustada. La inmortalidad ya no es una promesa espiritual, sino una suscripción. Pero lo más inquietante no es la idea de sobrevivir, sino la de hacerlo sin cuerpo, sin dolor, sin error. Una existencia sin fisuras, pero también sin riesgo, sin sorpresa. Una simulación de la vida que ha perdido la vida.
Ferrández no se limita a criticar el presente, lo enmarca en una genealogía más antigua, mucho más rica. Desde su especialización en filosofía india y literatura sánscrita, recupera textos del siglo V donde ya se abordaban, con otro lenguaje, los dilemas de la identidad, la memoria y la multiplicidad de mundos. En relatos como los del Kathāsaritsāgara o los planteamientos del Yoga Vāsiṣṭha, aparecen seres que viven simultáneamente en varios planos, conciencias que se replican, realidades que coexisten y se transforman. Pero mientras en aquellas narraciones el yo era visto como algo fluido, mutable, incluso ilusorio, en nuestra cultura digital se intenta fijarlo, conservarlo, almacenarlo. Convertirlo en propiedad. En backup.
De ahí la obsesión contemporánea por preservar la conciencia: crear avatares a partir de nuestros datos, bots que imiten nuestras respuestas, simulacros que mantengan conversaciones con los vivos como si no hubiéramos muerto. En lugar de ritualizar la pérdida, la posponemos indefinidamente. El duelo se convierte en mantenimiento. No enterramos a los muertos, les actualizamos el software. No recordamos, interactuamos. Y en esa continuidad falsa, sin fin y sin ruptura, se desvanece la experiencia humana de la ausencia.
Black Mirror anticipó esta deriva en capítulos como San Junipero, donde dos mujeres eligen vivir eternamente en una simulación de juventud, o Be Right Back, donde una viuda encarga una réplica de su pareja fallecida basada en sus mensajes y publicaciones. En ambos casos hay ternura, pero también una inquietud de fondo: la tecnología no está solo gestionando la memoria, está diseñando el modo en que seguimos vivos después de morir. La pregunta ya no es si queremos vivir para siempre, sino en qué versión. Bajo qué condiciones. Según qué términos de servicio.
Lo más perturbador es que esta colmena digital en la que habitamos no se impone por fuerza, sino por deseo. Participamos encantados, generamos contenido, compartimos cada fragmento de nuestra vida, delegamos en asistentes virtuales la gestión del tiempo, el deseo, la atención. Y cuanto más lo hacemos, más difícil resulta desconectarse. La desvinculación se vuelve un acto radical, incluso antisocial. No estar en línea ya no es un retiro, es una desaparición.
Ferrández no plantea una nostalgia por el mundo analógico ni un rechazo tecnófobo. Su apuesta es más sutil: propone mirar de frente esta transformación para entender sus implicaciones ontológicas, no solo prácticas. Si dejamos de morir, ¿dejamos también de vivir? Si una inteligencia artificial puede anticipar todos nuestros movimientos, ¿queda algo que aún sea nuestro? Si el amor, la amistad, el recuerdo o el dolor se convierten en objetos programables, ¿qué queda de la experiencia humana? Quizá la clave esté en el cuerpo, ese gran ausente de la inmortalidad digital. Todo en esta lógica apunta a su eliminación: el cuerpo envejece, sufre, muere. La conciencia, en cambio, puede guardarse, transferirse, mejorarse. Pero también se vacía. Se convierte en interfaz, en flujo de datos, en avatar sin tacto. Quizás el precio de esta eternidad artificial es la pérdida del error, de la sorpresa, del temblor. Es decir, de la vida.



